De cuándo se interrumpe la vida cotidiana

Hay momentos en nuestras vidas que sucede algo que lo trastoca todo. Primero es una sensación de desestabilización, hay momentos de negación y luego de acomodación. Mientras sucede, la incertidumbre parece arrasar. Si recordamos esos momentos pueden servir de anclaje. Seguramente nos acordaremos que sirvió para entender que todo pasa. Pero es probable que algo de nosotros no siguió siendo igual.

Hace solo unas semanas, me encontraba haciendo planes para el 24 de marzo, las charlas, las presentaciones, la marcha. Nos habíamos llenado de reuniones y propuestas. En pocos días toda nuestra vida se puso en pausa. Fuimos dejando de a poco la idea de juntarse y ahora, aislados en nuestras casas, acomodándonos a una vida cotidiana diferente. Nos encuentra encerrados pensando cómo mantener la memoria. Pensé entonces en estos dos hechos de mi vida, dónde todo se suspende, dónde el terror amenaza, dónde la vida te pone a prueba y todo tiende a adquirir nuevas formas de cotidianidad.

Debe haber sido durante un año aproximadamente en el que -con mi papá y luego, solas, con mi mamá- vivimos en la clandestinidad. En mi recuerdo estábamos en plena dictadura, mi papá ya había desaparecido y quedábamos nosotras, atentas a cada paso que dábamos, con cada vez menos ropa, cada vez menos plata, cada vez menos compañer@s, cada vez menos lugares seguros. Cuando todo se volvió peligro, ella le pidió a mis abuelas que me busquen y la última vez que la vi me quedé mirándola hasta que la imagen se hizo chiquita.

Me di cuenta que esa vida había sido distinta a la de la gente con la que me rodeé después; cuándo empecé la escuela primaria. Ya nadie hablaba de eso y yo sabía que no podía hablar. Siguió, no sé por cuánto tiempo, una especie de clandestinidad autoinflingida, de silenciar mis recuerdos y no poder decir todo lo que los extrañaba.

En el año 2011 vivía en Villa La Angostura. El 3 de junio nos juntamos con unos amig@s a comer y el 4 a la tarde teníamos una reunión política: estaban por ser las elecciones. La vida hasta ese momento se desarrollaba normal. Cuando llegamos al lugar de reunión viene un compañero que anuncia que había erupcionado el volcán Puyehue. Ni bien lo dijo, empezaron a llover piedras del cielo; ya volviendo a casa había colas en las estaciones de servicio y no quedaba agua en el supermercado. Todo en una hora. Nos fuimos a dormir aún sin saber la gravedad de la situación. A la mañana siguiente el pueblo despertó tapado de arena. Después la zozobra, adaptarse a esa nueva vida, la mayoría del tiempo sin luz, ni solar ni eléctrica. Claro, obvio que no se compara esto con aquel momento en el que el confinamiento implicaba jugarse la vida. Acá se jugaba sólo el modo de vida que habíamos tenido.

Recuerdo la incertidumbre, en un primer momento era “hasta cuándo el volcán seguiría enfurecido”. Hasta hubo temor de que hubiera un terremoto y mucha gente entró en pánico. Luego ese temor se trasladó a lo económico: un pueblo paralizado, los aviones no llegaban por las cenizas y la industria que lo sostenía era el turismo. También estaba la preocupación, por algo que hoy hasta me parece superficial ¿cuándo el volcán dejaría de largar cenizas, cuándo volveríamos a ver el sol, las flores, los lagos limpios, salir a caminar o abrir las ventanas, que permanecían selladas para que la ceniza no se infiltrara?

A la distancia puedo ver que lo del volcán fue lo más sencillo, la vida no fue la misma por un tiempo, pero la arena se limpió, las flores volvieron a crecer, las cenizas de a poco dejaron de caer y el cielo se dejó ver, limpio como lo habíamos conocido. Mucha gente se fue del pueblo durante esa época pero después mucha más gente eligió ese lugar para ir a vivir, a pesar de que la naturaleza muchas veces no avisa y nada garantiza que no pueda volver a pasar. No se piensa en eso, se elige y se disfruta.

Después de la dictadura, en cambio, mi vida no fue la misma. Salí de la clandestinidad a vivir a la casa de mis abuelos. Me crié sin mi papá y sin mi mamá. Durante años estuve tratando de entender lo que nadie decía. Este proceso doloroso pero necesario me llevó a encontrarme con otros y con otras que vivieron lo mismo y a transformar mi vida en transmitir y reivindicar el proyecto de patria que querían nuestr@s compañer@s muert@s y desaparecid@s.

De esta situación vamos a salir. La estamos atravesando con un gobierno que ha podido tomar medidas a tiempo pensando en la mayoría y no en la especulación económica. Pero somos parte de un mundo que ha globalizado la cultura del egoísmo, el individualismo y el consumo. Este es el gran desafío. Hoy no sé que va a pasar después de esto, creo que es la gran incógnita, pero de lo que estoy segura es que no depende de actitudes individuales, depende de seguir militando, desde las diferentes expresiones, para que lo que triunfe sea darnos la oportunidad de que el orden de prioridades se invierta.

De las Madres y las Abuelas aprendimos a no bajar los brazos. De nuestros compañer@s muert@s y desaparecid@s el anhelo revolucionario de un mundo más justo.

Ilustración: Wissily Kandinsky

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