Cuándo querrá el Dios del cielo
que la tortilla se vuelva
que los pobres coman pan
y los ricos mierda, mierda.
La alimentación se presenta habitualmente como una cuestión “natural”, es decir como un simple proceso de ingesta de ciertos productos, invisibilizando de este modo que la misma se origina y realiza en contextos históricos determinados, a partir de prácticas y formas institucionales específicas. Resulta una práctica compleja que está presente a lo largo de todas nuestras vidas, que es -a la vez- una acción cotidiana, y que como toda cotidianeidad no es transparente, pero encierra las tendencias dominantes de una determinada sociedad.
Estas afirmaciones se tornan evidentes cuando nos proponemos interrogar dichos habituales en torno de la alimentación, como por ejemplo cuando decimos “es un manjar de reyes”, lo que permite comprender que las condiciones sociales, políticas y económicas se vinculan con las cantidades, calidades y oportunidades en las que ocurre el hecho social de “alimentarse”. Asimismo, diversos estudios plantean que las formas de comer están asociadas a las marcas culturales, así como el no comer también. Los tipos de cuerpos que moldean las distintas condiciones de acceso a los alimentos también devienen en marcas de clase, de género, de edades. Habitualmente se pueden cuestionar cuerpos de niños de corta edad delgados, pero difícilmente en la sociedad actual suceda lo mismo con el cuerpo de una mujer joven. A la vez -y tomando otras dimensiones que componen esta práctica social- lo que deseamos comer cuando estamos hambrientos, suele ser deseo preformado y no demasiado explícito. En las sociedades capitalistas occidentales, la cuestión de los sellos comerciales se asocia con esta preformatividad, como por ejemplo cuando pensamos “quiero algo rico”, y podemos visualizar determinado producto como una hamburguesa (que se convierte inmediatamente en un “Big Mac”), o bien un yogur descremado (que deviene en “Ser calciplus para estar en forma”). Eso sí… si querés saciar tu sed, mejor “cortá con tanta dulzura”.
Ahora bien, aunque estos “estímulos” comerciales interpelan a todos, solo están disponibles de acceder para algunos. Dilema clásico de las políticas alimentarias: quien puede comprar no es “auscultado” por el Estado a través de sus agentes profesionales (trabajadores sociales, pediatras, enfermeros, entre otros) para asegurarse que lo que come cumple nutricionalmente con una “dieta saludable”, ni se le propone u obliga a disfrutar de una milanesa de soja (transgénica) porque “es igual a un churrasco” (!)
Si pensamos en los procesos de pobreza, aquí surge una demanda crucial que consiste en garantizar los niveles de nutrición de los grupos sociales que no pueden sostenerlos por sí solos y es el Estado quien debe garantizarlo. Desde distintas estrategias se ha abordado esta problemática, desde las cajas PAN (Plan Alimentario Nacional), comedores, Programa Precios Cuidados, hasta la AUH (Asignación Universal por Hijo) que permitió, entre otras cosas, que las familias comenzaran a comprar productos que “eligen” como por ejemplo yogures, verduras, pescados, que estaban excluidos de sus menús habituales.
Ahora bien, si seguimos pensando la cuestión desde un aspecto lineal, solo como una cuestión de indicadores nutricionales, desconocemos la incidencia de la industria alimentaria y del poder económico que representa en dichos procesos. No podemos ignorar que la industrialización de la alimentación genera en los medios de comunicación y en las prácticas de consumo una estructura predominante.
Jorge Alemán (2016) plantea que la lógica capitalista organiza la producción de subjetividad por las lógicas del poder, que asumen distintas figuras: las producciones del emprendedor, vivir la propia vida como si fuera una empresa, la valorización de la propia individualidad, las ideas/prácticas sobre autoayuda y autoestima, la producción de un sujeto que está sometido a los imperativos de felicidad, a la exposición de la propia vida y toda la industria de consumo que se organiza alrededor de estas características. El imperativo de felicidad permanente y del éxito interpela a la constitución subjetiva y por supuesto fracasa ya que la estructura del sujeto se funda sobre un malestar constitutivo. Se asocia la felicidad a concretar nuestros “deseos” individuales, borrando itinerarios sociales, colectivos, históricos- un sujeto sin pasado, ni proyectos emancipatorios-. En este contexto, la alimentación quiere ser mostrada como parte de estos deseos individuales y no como un proceso relacional que siempre depende de otro. No es lo mismo decidir qué queremos comer, dónde y con quiénes, que quedar atrapados en la determinación del otro estatal que impone una opción homogénea.
El pasado domingo Raúl Kollmann presentaba en Pagina 12, algunas cifras inquietantes: más de la mitad de personas en Capital Federal y Gran Buenos Aires redujeron las raciones de comida, según estudios del CEM (UMET); tres de cuatro personas afirman que cambiaron las marcas de lo que compraban a segundas marcas. Entonces si cambian los hábitos de consumo, no podemos desconocer que esto tiene sus consecuencias en los sujetos que transitan estos procesos.
¿Cómo se construyen subjetivamente los sujetos que van al supermercado, que eligen marcas, colores y sabores y qué sujetos se construyen alrededor de la provisión de alimento básico que solo apunta a garantizar un mínimo umbral nutricional? ¿Por qué deberíamos exigirle a las personas en situación de pobreza que se conformen con lo que se les brinda de los comedores o programas alimentarios? ¿Por qué no podrían elegir como el resto, sin olvidarnos que los medios de comunicación y redes sociales nos instan a consumir determinados productos por sobre otros? Algunas preguntas básicas que interpelan la noción de libre elección y de alegría frente a la reunión alimentaria de los comedores comunitarios. Como cientistas sociales no nos alegra el crecimiento de los comedores que en realidad nos habla de la profundización de la crisis neoliberal.
Las prácticas de alimentación no hegemónicas resultan interesantes en términos de procesos de subjetivación, como lo pueden ser un kibutz, las prácticas de los pueblos originarios, comunidades de veganos, freganos, entre otros. Es decir grupalidades que se sienten interpeladas por el discurso hegemónico y a la vez consolidan su identidad a partir de esta organización. Sin embargo, ante el crecimiento de la pobreza no podemos dejar de preocuparnos frente al hecho que las poblaciones no deciden concurrir a comedores o acceder a planes alimentarios, es su única opción y en términos subjetivos tener una única opción no refuerza los procesos identitarios.
En el último tiempo, asistimos a discurso y prácticas que al intentar reforzar las ideas de felicidad, independencia, emprendedurismo y realización personal, ocultan fuertes procesos de derechización de la sociedad, y tienen éxito. Basta solo con analizar brevemente los procesos eleccionarios. En este contexto, nos cabe a las Ciencias Sociales ser más rigurosas y confiar en los discursos acerca del bienestar y el buen vivir. Se trata de prestarse a sostener la porosidad de los enunciados, que nos permite despegarnos de la espesura que a veces se produce en un marco teórico monolítico. Será una tarea ardua, pero reconocer que el neoliberalismo está interesado en la producción de subjetividad en un solo sentido nos da las pautas de análisis para descifrar los procesos actuales en su historicidad, y desde allí consolidar resistencias colectivas y proponer nuevas estrategias que den batalla al discurso único neoliberal.
Referencias
Alemán, J., Horizontes neoliberales en la subjetividad, Ed. Grama, Buenos Aires, 2018.
Kollmann, R., “El hambre es una realidad”, en Pagina 12, 7 de octubre 2018.
© 2024 Entre Dichos |República Argentina|Todos los Derechos Reservados