Cuando nosotras paramos, paramos el mundo

Hay, en este tiempo, un reencuentro de la lucha feminista y la lucha de clases. Que el 8 de marzo haya vuelto a ser comprendido como lo que originalmente fue, una conmemoración y reafirmación de la lucha de las trabajadoras, es una batalla ganada al intento de banalizar el modo en que las mujeres nos hemos hecho un lugar en la historia. En esta nota de opinión, indagamos las luchas y los desafíos del feminismo en la Argentina.

Decir que el 8 de marzo la tierra tiembla no es una exageración. Es un anuncio, es una advertencia, es una celebración. En los últimos años, un muy largo, paciente y militante esfuerzo del movimiento de mujeres ha traído al mundo algo nuevo: la capacidad de producir organizadamente un acontecimiento colectivo de alcance mundial, democrático, plural y unitario a la vez. Tal vez, una clave para entender por qué el ritmo de esta lucha parece acelerarse y ganar una intensidad inusitada, es el logro de la articulación de las demandas por la igualdad de género y la denuncia de la violencia machista, con la resistencia a la mercantilización de todas las esferas de la vida que es el signo de la etapa “neoliberal” de expansión del capitalismo. El recurso a las nuevas tecnologías de la comunicación no lo explica todo, ni da cuenta de lo fundamental: la globalización capitalista expande la miseria, la precarización del trabajo y de la vida, y también la violencia. Y la pobreza, el abandono y la explotación “tienen rostro de mujer”, porque impactan sobre la mayoría, pero además acrecientan la desigualdad estructural que perpetúa la subordinación y la opresión de las mujeres en la sociedad patriarcal.

El feminismo se ha convertido ya en una de las formas políticas más radicales de la crítica al capitalismo. Se afirma como un feminismo popular y de clase, un feminismo que no puede dejar de poner en cuestión el orden establecido, también en el plano económico y político

El feminismo se ha convertido ya en una de las formas políticas más radicales de la crítica al capitalismo. Cada vez más claramente, el feminismo se afirma, sin contradicciones, y sin ni necesidad de mayores justificaciones, como un feminismo “popular y de clase”, un feminismo que no puede dejar de poner en cuestión el orden establecido, también en el plano económico y político. ¿Cómo podría alguien argumentar, por ejemplo, que el Estado debe asegurar las condiciones para una política de educación sexual integral, provisión de anticonceptivos, e interrupción voluntaria del embarazo, sin contrariar la pretensión mercantilizante que convierte derechos en servicios, y sacrifica la igualdad al poder de compra? ¿Cómo sería posible exigir políticas públicas que socialicen las tareas del cuidado, sin objetar el desfinanciamiento de la acción social estatal y la privatización de las responsabilidades?

Pero además, y allí la potencia de la articulación en curso, ocurre que el feminismo es abrazado, asumido, y recreado por mujeres que afirmamos nuestro lugar en el mundo como trabajadoras. Trabajadoras de doble o triple jornada, trabajadoras registradas o informales, trabajadoras dentro y fuera del hogar, trabajadoras cuando se ve y cuando no se ve… ni se paga. Trabajadoras todo el tiempo. Hay una fuerza descomunal en ese reconocimiento recíproco de mujeres que, en situaciones muy diversas, y con muy diferentes recursos materiales y culturales para desarrollar estrategias frente a la desigualdad, nos encontramos en una identidad común, cuando para dejar de ser víctimas de la injusticia nos hacemos militantes de una causa política. El feminismo de las trabajadoras es maravillosamente subversivo, por eso la tierra tiembla.

Lo que es novedoso, desafiante, esperanzadoramente perturbador, es la presencia de cada vez más activistas sindicales que se reivindican feministas, y que asumen la ardua tarea de construir organizaciones igualitarias y, al mismo tiempo, comprometidas en la pelea por la igualdad en todas las dimensiones de la vida social

Hay, en este tiempo, un reencuentro de la lucha feminista y la lucha de clases. Que el 8 de marzo haya vuelto a ser comprendido como lo que originalmente fue, una conmemoración y reafirmación de la lucha de las trabajadoras, es una batalla ganada al intento de banalizar el modo en que las mujeres nos hemos hecho un lugar en la historia. La creciente activación feminista en las estructuras sindicales es un signo relevante de esta recuperación que, indudablemente, produce algo nuevo. La vinculación de los sindicatos con el movimiento de mujeres, así como la lucha de muchas militantes sindicales para exigir igualdad en sus organizaciones, no es una novedad, aunque a veces pareciera no ser suficientemente reconocida. Lo que es novedoso, desafiante, esperanzadoramente perturbador, es la presencia de cada vez más activistas sindicales que se reivindican feministas, y que asumen la ardua tarea de construir organizaciones igualitarias y, al mismo tiempo, comprometidas en la pelea por la igualdad en todas las dimensiones de la vida social.

Transformarlo todo, y todo al mismo tiempo. Cierta impaciencia tensiona la comprensión de que la lucha política requiere debatir, convencer, derribar prejuicios, confrontar, buscar alianzas, acumular fuerzas, enamorar. La impaciencia es legítima y bien fundada: no queremos ni una menos, queremos vivir, queremos trabajar y que nuestro trabajo sea reconocido, queremos decidir sin que nos pidan explicaciones, queremos que dejen de querer ordenar y disciplinar nuestros cuerpos, nuestras vidas, nuestros sueños. La impaciencia nos reúne y nos sostiene, nos empuja a inventar caminos, y a construir escenarios de unidad complejos y poderosos, como el que una vez más hará, este 8 de marzo, que el mundo se detenga, que este país se conmocione. Para que nos vean, para que nos oigan, y para que quienes entiendan acompañen. Es un anuncio, es una advertencia, es una celebración. El patriarcado se va a caer.

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  1. Leidy Montoya 12 marzo, 2018

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